Entre las (muy pocas) cosas buenas que tiene haber pasado la COVID estas navidades está el haber podido leer mucho. Y aproveché para leerme un par de libros que me regaló hace tiempo José Manuel Caamaño (¡gracias de nuevo!), director de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión de Comillas. De los dos, uno me ha gustado mucho, y el otro bastante poco.
El que me ha gustado más ha sido Ciencia y Religión, de John Hadley Brooke, un clásico de 1991 en el que repasa la historia de la ciencia occidental, y su relación con la religión. El libro es muy interesante, ameno y fácil de leer. Además, su planteamiento central me parece inteligente y sensato: no se puede generalizar la idea de conflicto entre ciencia y religión, igual que tampoco puede defenderse que tenemos ciencia gracias a la religión (como hace el segundo libro). Brooke presenta ejemplos muy curiosos de cómo a veces la ciencia se utilizaba para defender posturas religiosas, o al revés, y de cómo esta relación ha ido evolucionando en un sentido y en el contrario durante toda la historia. Quizá el único pero que le pondría es que es demasiado anglófilo, a veces parece como que no hubiera científicos fuera del Reino Unido...y eso ya sin hablar de otras religiones o culturas científicas no occidentales, como la india o la china, en las que ni entra (aunque sí lo hace en un libro posterior). En todo caso, recomendable.
El que no es recomendable en mi opinión es La curiosidad penúltima, de Wagner y Briggs. Además de no aportar nada sobre la historia de la ciencia sobre el de Brooke, cometen el error de tratar de convencernos de que la ciencia siempre ha ido detrás de la religión: que sin religión, no habría habido ciencia. Y claro, esto es mucho más cuestionable, para empezar porque ni siquiera plantean un contrafactual. Más allá de la idea inicial, que puede ser atractiva, la cosa no vale la pena.
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