Siempre que se discute sobre políticas de eficiencia energética, como en el pasado debate de GTPES, hay un tema recurrente: el efecto rebote y su repercusión. En este artículo pretendo aclarar estos dos aspectos: ¿qué es el efecto rebote?, y ¿por qué y cuando es importante tenerlo en cuenta?
El efecto rebote es aquel por el cual, ante una mejora en la eficiencia energética, el consumo energético global no disminuye proporcionalmente a esta mejora, al contrario de lo que cabría esperar, sino que incluso podría aumentar. Por decirlo así, el efecto rebote mide de alguna forma la diferencia entre el ahorro energético y eficiencia energética. El ahorro mide las reducciones en términos absolutos, mientras que la eficiencia lo hace en términos relativos. Y el efecto rebote nos dice que estos dos conceptos no están necesariamente relacionados. Esto es muy importante, porque si bien desde el punto de vista del medio ambiente y del consumo de recursos lo que nos importa es el ahorro, las políticas para conseguirlo generalmente van por la vía de la eficiencia.
Hay tres razones para el efecto rebote, y son las que se suelen usar para clasificar sus tres tipos:
- Directo, o efecto precio: cuando mejorarnos la eficiencia energética de un proceso o producto, lo que estamos haciendo es implícitamente bajar el coste de su uso, su precio efectivo. Por ejemplo, cuando nos compramos un coche que consume menos, nos cuesta menos la gasolina necesaria para hacer un determinado viaje. Y como todos sabemos, en general, cuando baja el precio de algo, consumimos más de él. Siguiendo con el ejemplo, en este caso al costarnos menos la gasolina para hacer un viaje, podemos pensar en hacer más viajes. Así que una bajada en el precio efectivo de la energía puede suponer un aumento de su consumo. Esto ya lo propuso Jevons en 1865, y de hecho se conoce como la paradoja de Jevons.
- Indirecto, o efecto renta: si baja el precio efectivo del uso de la energía (por la mejora en eficiencia), y no consumimos más energía (porque nuestro consumo es muy inelástico), lo que pasa es que nos estamos gastando menos dinero de nuestro presupuesto, y por tanto tenemos más dinero disponible para otras cosas. Y estas otras cosas generalmente gastarán también energía. De nuevo, la mejora de eficiencia puede resultar en un aumento del consumo energético. Volviendo al ejemplo anterior: si con mi coche más eficiente me gasto menos en gasolina para hacer los mismos viajes que antes, al llegar a final de mes tendré más dinero disponible, y parte de este dinero quizá me lo gaste en hacer un viajecito en avión (que también gasta energía) que no hubiera hecho si no hubiera tenido este dinero.
De hecho, este efecto indirecto se puede producir incluso ante un aumento en el precio de la energía: si sube el precio de la energía, bajaremos su consumo. Dependiendo de la elasticidad, puede ser que al final estemos gastando menos en energía que antes, y que por tanto también tengamos más renta disponible para gastar en otras cosas, incluyendo energía. Aquí la clave es si el aumento del precio de la energía es generalizado, o sólo para unos productos y no para otros. Si es generalizado, este efecto no se produce. Pero si no, lo que estaremos haciendo será desplazar nuestro consumo energético de unos combustibles a otros, o de unos sectores a otros, sin reducir el consumo total.
- Macroeconómico: cuando cambian los precios efectivos de la energía, también cambian los precios relativos de los factores productivos de la economía, y cambia por tanto la utilización de estos factores (favoreciendo por ejemplo los sectores más intensivos en el uso de la energía). Según las circunstancias, también puede resultar en un mayor uso de la energía en una economía.
Así pues, como vemos hay razones objetivas para esperar un efecto rebote ante acciones que mejoren la eficiencia energética. Sin embargo, lo importante no es tanto la existencia teórica del efecto rebote, sino su validez práctica. Como hemos visto, el efecto rebote depende de cuánto baje el precio, de la elasticidad del consumo ante los cambios de precio y de renta, de la posible sustitución entre combustibles, o de las relaciones productivas en la economía. Así que, aunque en teoría siempre se podría esperar un cierto efecto rebote, en la práctica hay situaciones donde sí es significativo y otras donde no. De hecho, las estimaciones realizadas por muchos investigadores apuntan a valores muy variables. M. Grubb y otros autores consideran que el efecto rebote directo está habitualmente entre un 5 y un 15% para el sector energético, y por tanto en la práctica se puede considerar despreciable. En cambio, otros autores han estimado el rebote para sectores específicos, como el transporte, y han encontrado valores de hasta el 60% para Alemania, o del 25% en EEUU (lo que también nos indica las posibles diferencias entre países a este respecto). A nivel macroeconómico también se han hecho estimaciones, y así Barker y otros han estimado un efecto rebote macroeconómico del 19%. Es decir, que a veces el rebote no es despreciable, y puede hacer casi inútil una mejora de la eficiencia. Si resulta que esa mejora ha tenido un determinado coste, uno se puede plantear si no se está tirando el dinero.
Por tanto, como vemos, el conocer cómo funciona el efecto rebote y cuál es su magnitud es importante por dos cosas. Primero, para entender que no todas las mejoras en eficiencia energética se traducen en un ahorro de energía; segundo, para entender también que importa mucho el modo de promover la eficiencia. Porque lo que queremos es ahorrar energía, y no tirar nuestro dinero.
A este respecto, me gustaría a modo de ejemplo comparar dos posibles modos de reducir el consumo de combustible en el transporte privado: uno, dar incentivos para la compra de coches más eficientes; otro, dejar que suba el precio del combustible.
En el primer caso, si subsidiamos la compra de un coche que consuma menos (por ejemplo bajando el impuesto de matriculación) seguramente conseguiremos que la gente compre este coche más eficiente. Al usuario no le ha costado más esta mejora de eficiencia, y ahora se encuentra con que usar el coche le cuesta menos que antes. Puede ser que siga usando el coche igual que antes, pero también puede ser que, ahora que le sale más barato, lo use más (tal como se ve en Alemania, y como es fácil observar si uno pregunta a su alrededor). Si subimos el precio del combustible, por un lado estamos desincentivando a usar el coche (como también se ha podido ver en estos últimos tiempos), y por otro estamos dando señales a comprar coches más eficientes. E, incluso si compramos un coche más eficiente, como el precio del combustible ha subido, no nos resulta más barato que antes usar el coche, así que no hay razones para que lo usemos más.
¿Qué política resultará en un mayor ahorro en el uso del combustible? Evidentemente, la segunda. Y, ¿cuál costará menos al bolsillo del usuario? Aunque parezca que la primera, esto no es así necesariamente: como hemos visto, el bajar el precio efectivo del combustible hace que se consuma más, y al final posiblemente el gasto sea similar (aunque también será mayor el grado de disfrute, y eso también hay que tenerlo en cuenta); pero además, el subsidio para la compra de coches más eficientes lo pagamos todos, via impuestos, con lo cual también hay que sumárselo al coste de la política. Es decir, que posiblemente las dos políticas nos cuesten parecido (en términos económicos, no en términos de bienestar), pero una resultará en un ahorro efectivo de combustible mayor que otra.
¿Qué conclusión práctica podemos sacar de todo esto? Si de verdad queremos reducir nuestro consumo energético (por razones medioambientales, o de seguridad energética, o de agotamiento de recursos), lo más efectivo es actuar directamente sobre el consumo en términos absolutos. Si esto es complicado (que lo es) y tenemos que actuar a través de la eficiencia energética, debemos ser conscientes de que puede haber un efecto rebote, especialmente en algunos sectores, y por tanto debemos usar las políticas que lo mitiguen lo más posible, que las hay.