Uno de los elementos clave de los acuerdos de Bali es la promoción de las nuevas tecnologías, como herramienta fundamental para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en todo el mundo. De hecho, algunos países la han escogido como componente casi única de su estrategia (véase por ejemplo el reciente discurso de Bush sobre la estrategia de EEUU, o las ideas de Japón al respecto). A esto contribuye también la percepción de que los instrumentos económicos que se proponen para reducir emisiones, como los impuestos o el comercio de emisiones, no van a producir las reducciones deseadas. La causa fundamental es que, para conseguir reducciones significativas, el precio de emitir debería llegar a niveles políticamente inaceptables.
Aunque hay que tener cuidado: el desarrollo tecnológico no debe ser la única línea de actuación. Hay dos argumentos principales para ello: uno, que tampoco debemos esperar tanto de la tecnología (aquí hay un debate ciertamente apasionante, iniciado por Simon y Ehrlich, y cuya última contribución por parte de Paul Krugman es que, en los últimos 35 años, el avance tecnológico en materia energética ha sido claramente inferior al esperado); y dos, que no debemos confiar ciegamente en las soluciones tecnológicas si antes no se cambia el modelo de consumo, porque de otra forma sólo estaremos retrasando el problema. En este sentido, los precios por emitir juegan un papel fundamental, ya que dan a inversores y consumidores señales sobre la dirección a seguir en el futuro, y por tanto ayudan a cambiar comportamientos (un ejemplo interesante es la bajada de consumo de gasolina en EEUU ante la subida de precios, hecho que se consideraba imposible…).
En todo caso, y a pesar de estos problemas, la magnitud del problema hace necesario, a la vez que se tratan de cambiar los comportamientos, realizar un despliegue masivo de tecnologías bajas en carbono para poder alcanzar los objetivos de reducción de emisiones de GEI. Esta necesidad de incluir a la tecnología en la ecuación ha sido reforzada también por un comentario recientemente publicado en Nature, según el cual la escala de cambio tecnológico que hará falta para reducir las emisiones de CO2 a un nivel suficiente puede ser mayor del que se considera habitualmente (por ejemplo en el 4º informe del IPCC).
Una posible solución de compromiso a este aparente conflicto entre la necesidad de hacer avanzar la tecnología, y a la vez cambiar los comportamientos, es tratar de concentrar nuestros esfuerzos económicos, tecnológicos y políticos en el ahorro y la eficiencia energética, tanto por el potencial que aporta en cuanto a la reducción de emisiones como por sus bajos costes comparado con otras alternativas.
Otra opción es, evidentemente (aunque de menor calidad que la anterior), seguir apoyando las energías renovables. A este respecto, deben diseñarse instrumentos de apoyo económico más eficientes, ya que la reducción de costes para el consumidor contribuirá positivamente a su difusión. Y, además del apoyo económico, es esencial diseñar esquemas de conexión a red adecuados, que permitan aumentar su contribución sin consecuencias negativas para la seguridad de suministro. Otro aspecto importante a considerar es que la biomasa debe jugar un papel muy significativo a corto y medio plazo, y para ello es necesario incluir aspectos tales como la política agraria, o la creación de una nueva industria, que hasta ahora no han sido tratados adecuadamente.
Tanto el ahorro y la eficiencia como las energías renovables son las opciones no sólo bajas en carbono, sino también sostenibles. Sin embargo, pueden no ser suficientes, y quizá sea necesario recurrir a la captura y secuestro de carbono o a la energía nuclear.
La captura y secuestro de carbono no es la solución definitiva, tiene algunos riesgos, y no es sostenible, pero, siendo realistas, ahora mismo es la única posibilidad para evitar que todas las plantas de carbón que se están construyendo, y sobre todo, todas las que se construirán en países en desarrollo, sigan emitiendo CO2 a la atmósfera Sin embargo, aún tiene un coste elevado. El movilizar la financiación necesaria parece difícil, y el establecimiento de programas conjuntos de demostración como los iniciados por la Unión Europea parece una vía adecuada. Además, es necesario un marco regulatorio adecuado sobre todo en lo que se refiere al transporte y almacenamiento de CO2.
En cuanto a la energía nuclear, y también a pesar de sus problemas ampliamente conocidos, parece que puede desarrollarse sin dificultades en mercados liberalizados de países desarrollados, pero para ello hace falta un consenso político y social previo que reduzca el riesgo regulatorio a límites tolerables. Si esto sucede, lo que no es fácil, tal vez no haga falta un régimen especial para esta tecnología. Sin embargo, resta la cuestión, bastante complicada, de cómo extender este modelo a países en desarrollo.
En todo caso, la clave para asegurar las inversiones en tecnologías bajas en carbono está en proporcionar un terreno de juego equilibrado con el resto de tecnologías, y sobre todo, dar seguridad a los inversores. Y además, en enfocar estas inversiones con una perspectiva global: las nuevas tecnologías desarrolladas o comercializadas deben llegar a los países en vías de desarrollo, para que se consigan reducciones significativas de emisiones de GEI. En estos países, por ejemplo, el potencial del ahorro y la eficiencia energética es aún mayor que en los países desarrollados; y el uso de carbón a gran escala en países como China o la India hace especialmente interesante la utilización de tecnologías de captura y secuestro de CO2..
Sin embargo, hay que ser realista sobre las posibilidades de los países en desarrollo: aunque sus posibilidades de reducción son enormes, sin un apoyo financiero y tecnológico de los países desarrollados, no se conseguirá mucho. Aquí está posiblemente la clave del futuro acuerdo internacional sobre cambio climático, y también de la evolución de las emisiones de GEI en nuestro planeta: si queremos reducir emisiones de forma significativa, hace falta pagar por ello, y transferir la tecnología adecuada, a los países de los que vendrá la mayor parte del aumento de consumo energético, y por tanto las mayores reducciones, que son los países en desarrollo.
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