jueves, 12 de marzo de 2015

¿Es una locura el Fondo de Eficiencia Energética?

Mi artículo de ayer en El Periódico de la Energía

Acaba de publicarse el listado de contribuciones de las empresas comercializadoras de energía al Fondo de Eficiencia Energética, el instrumento que ha diseñado el Gobierno para adaptarse a la Directiva Europea de Eficiencia Energética que, recordemos, establece la obligación para comercializadores y distribuidores de energía de lograr un ahorro de energía equivalente a un 1,5% anual sobre sus ventas. Inmediatamente han surgido las quejas de las empresas, acusando al Gobierno de haberse vuelto loco, y de haber creado un instrumento que va en contra de la Directiva. ¿Es esto cierto?

Pues, para variar, esta vez (al menos por ahora) voy a defender algo al Gobierno y voy a decir que no. Yo creo que el instrumento no está tan mal, y que era una de las mejores opciones, dadas las circunstancias. Por supuesto, tiene problemas serios, a los que dedicaré una segunda entrega. Pero voy a empezar por lo más original, que es esto de defender al Gobierno (que no a la Directiva).

Parto de una primera consideración, y es que a mí la Directiva me parece bastante mala en este apartado de las obligaciones. Creo que lo de establecer una obligación de reducción como ésta en un mercado liberalizado es muy complicado. Por ejemplo, ¿Cómo se calculan las ventas sobre las que hay que reducir?¿Qué pasa si una empresa deja o cambia clientes, supone eso que ha ahorrado energía? La Directiva pretende obviar esto diciendo que sólo se ahorra si se hace una determinada actuación de inversión en eficiencia. Pero, de nuevo, esto tiene problemas: nos olvidamos de los cambios de comportamiento, difíciles de acreditar pero que pueden ser muy efectivos; y nos olvidamos también del efecto rebote a la hora de estimar los ahorros. Un desastre, vaya.

Pero, sea buena o mala, la Directiva hay que cumplirla. Y la Directiva dice que las empresas comercializadoras deben ahorrar energía. Y no, no creo que sea buena idea dejar a estas empresas que ahorren según consideren conveniente, sin obligaciones externas, porque no es su naturaleza, las comercializadoras se dedican a vender, y cuanto más mejor. El que una empresa quiera ser más eficiente no siempre supone que vaya a conseguir ahorros de energía equivalentes a un porcentaje determinado de sus ventas. Así que, ¿qué hacemos para conseguirlo?

Una opción habría sido poner una obligación estricta para cada empresa, y que cada cual se apañara buscando las oportunidades de inversión en eficiencia más interesantes para cumplir con su cuota de ahorro. Pero esto, como cualquier otro estándar, olvida que las empresas pueden tener oportunidades distintas para ahorrar, y por tanto costes distintos. Si esto es así, y no fijamos cuotas distintas para las empresas según sus costes, incurrimos en una falta de eficiencia, es decir, pagamos más por el ahorro de lo que deberíamos.

Esto se puede arreglar con un sistema de certificados blancos: permitimos que las empresas intercambien sus cuotas, de tal forma que aquellas a las que cueste más ahorrar paguen a otras, a las que resulta más barato, por hacerlo. Hay ejemplos de sistemas de certificados blancos exitosos, y además hay mucho de donde aprender. El Gobierno de hecho proponía esta opción en su Plan de Eficiencia Energética. Pero montar un sistema así, de forma rápida, no es tan fácil. Afortunadamente, hay un sistema equivalente: en lugar de un instrumento de cantidad como los certificados, un instrumento de precio como un impuesto, que en la práctica es lo que es la contribución al Fondo Nacional de Eficiencia Energética.

Este impuesto envía la señal a las empresas de que deben reducir sus ventas, para ahorrar el pago del impuesto, y, si está bien calculado, logra el objetivo de ahorro de la forma más eficiente posible (al contrario que una cuota fija). Si las empresas repercuten el impuesto a sus clientes, también les animan a ahorrar energía. Y si no quieren o pueden repercutirlo, también tendrán un incentivo a ahorrar. Eso sí, lo que está claro es que son las empresas las que tienen que pagarlo, porque son las obligadas a ahorrar, según la Directiva. Si les hubieran puesto una cuota fija también tendrían que pagar por los ahorros necesarios para cumplir la cuota, y además, seguro que pagarían más.

Pero claro, no todo podía ser tan bonito, y hasta aquí mi defensa del Gobierno. Porque para que esto sea eficiente hace falta que la cuantía del impuesto sea la correcta, y que el uso de lo recaudado también. ¿Será ese el caso? Pues tiene pinta de que no. A eso dedicaré la continuación de este artículo.


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